Limes 2

18-01-2012. En tiempos de SOPA boba, es este un día bien propicio para ejercitar peripaseos, pues hace sol fresco, el cierzo está de moscoso, y la ciudad invita al hollaje. Hoy nos metemos en la camisa del denominado «segundo cinturón», en términos automovilísticos, o el humano limes que marca la segunda crecida de la ciudad.

Comenzamos al lado del Huerva, en el cruce de Jorge Cocci con Camino de las Torres, donde estaría, o estariase, el desaparecido Convento de San José (primero Convento de Carmelitas, luego Fuerte de San José, después prisión, y finalmente, cuartel hasta 1971), donde hace no demasiado tiempo moría el Camino de las Torres, trufado de acequias, muros cerrados, caminos de tierra, rincones oscuros, y penosa iluminación nocturna. No hace tantos siglos, que el señor Tausiet bien lo recordaba haber vivido en tales circunstancias. El hoy Camino de las Torres bien poco se le parece, para bien, y para mal. Continuamos hasta el cruce con el trocico de Tenor Fleta que emboca hacia el centro urbano, donde los miembros de la Ordo Fratum Sancti Augustini (vulgo Agustinos).

Cuando al fondo ya despunta la cubierta de la novísima estación de Goya, nos torcemos paseando hacia Sagasta, ese ensanche burgués de burgueses edificios destacados que, en gran parte, fueron arrasados por esa misma burguesía cuando les dio la hartura por tanto modernismo. Pasear por el «boulevard» central sigue siendo un ejercicio sano, pese a los burgueses, sus herederos, y los que aspiran a ser burgueses.

El excine Mola sigue molando poco, como bien poco mola la Thatcher que, aparte de ser humana, era muy muy de derechas como Primera Ministro. La Virgen guarda silencio, reservada que es, o muda, o ignara.

Llegamos a la Plaza de Paraíso, verdadero paraíso de los cabreos y las bilis motorizadas de la ciudad por causa de la escasez de carriles-coche. Viva el tranvía. Siguen reforzando el subterráneo viejo puente sobre el Huerva que conducía a los selváticos y casi africanos montes de Torrero, allá por los tiempos de maricastaña, que en Zaragoza suele ser el siglo XVIII, cuando en otros sitios estaban dándole a la iluminación mental, o ilustración, como estadio previo al cese de monarcas y aristócratas.

Continuamos por el Paseo de Pamplona, entre paraninfos, capitanías, edificios con tejados anti-nieve (típicos de la ciudad), restos modernistas, y callejones que, por no tener, no tienen siquiera nombre. Llegamos a la Puerta del Carmen, agarramos el Paseo María Agustín, antesala del modernizado Museo Pablo Serrano (modernización que incluye la inanición, el desgobierno, y la tristeza más absoluta como centro cultural), la sede de la DGA (que no son las Cortes, fíjense qué cosas), y el Colegio Joaquín Costa.

En el arranque del paseo de la ignominia (léase Escrivá de Balaguer), el señor Tausiet no puede avitar un comprensible (y compartido) arranque por soleares y chirijotas. Olé su arte. Unos metros más acá están los 4 gatos de Averly, duchándose tranquilamente al sol en los jardines y dependencias exteriores de esta emblemática fundición.

El lugar donde estaba el antiguo café Madrid nos señala el cruce con Conde Aranda y Avenida de Madrid, luego toca descender hasta la plaza Europa, con su frío pilono y absurda advocación. Cruzamos el Ebro por el Puente de La Almozara, remozado ya unas cuantas veces desde su construcción, allá por el 1870: en la más reciente, se le ha introducido carril bici en un corredor central, y unos pocos batracios cuando ya se llega a la otra orilla, allá por donde las ranillas.

Valle de Broto es el vial que al otro lado del Ebro seguimos, entre empresarios, locomotoras, y un hermoso reloj solar y lunar que, curiosamente, se llama «Helios-Selene». A este lado del Ebro el espacio parece ensancharse, y todo parece más lejos. Las calles son más anchas, las aceras no son ridículas, y los indígenas miran al tranvía con mucho menos rencor que por donde el cardo y el decumano.

Pasamos al lado del Parque Tío Jorge, con una solana que cómo se debe estar por aquí cuando sea verano. Como ya vamos justos de gasolina, paramos a tomar un vermú en un estupendo barecillo de nombre «Cómic», muy recomendable. Vivan los bares periféricos.

Cuando el vial toma el nombre de Marqués de la Cadena nos conduce, como el anís de la cadena, adonde el azúcar: la antigua azucarera, hoy «Zaragoza Activa», equipamiento público municipal ciertamente llamativo, sobre todo por la terrible sofoquina que hace dentro, cuando el día no es glaciar, ni mucho menos. Debe de ser para que el encargao pueda ir en mangas de camisa. Nos damos una vuelta por varias estancias, todo muy postmodenno, y cuando oímos el llamado del encargao en celo, nos vamos corriendo. Llegamos a la Plaza Mozart, así llamada por la sonora musicalidad de los miles de vehículos que la transitan permanentemente. Oximoronazo al canto: un constructor le ha puesto el nombre de un filósofo a uno de sus retoños. Y sin acento, por supuesto.

Enseguida llegamos a la enorme curva que nos hace desembocar en el Puente de la Unión, construido allá por el segundo centenario de la burguesa Revolución francesa de 1789, reinando en Zaragoza González Triviño I. A nuestra derecha, el arrasado polígono de Camino del Vado, a nuestra izquierda el mayor reloj de sol del mundo-mundial (ignorado por la mayor parte de ese mundo, incluyendo a buena parte de quienes viven cerca), sito en la Plaza del Tiempo, que por fín tiene un entorno mínimamente digno.

Ya en la orilla derecha otra vez, en el Camino de la Torres, en cuanto podemos nos vamos a la orilla del Huerva. Y así, orillando, orillando, entre sombras, patos, frescura, y ruido de agua fluyendo llegamos, a la inversa que Parménides, al punto de partida, al sitio del Puente de los Sitios (que, por cierto, estos Sitios terminaron con la conquista francesa de la ciudad, tremenda tragedia grecorromana cuyo primera consecuencia fue una misa «Te Deum» en acción de gracias en el Pilar, porque dios siempre está al lado de los vencedores). Vamos un poco justos de tiempo, pero bien para comer, porque comer en bueno para la salud.

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